miércoles, 26 de agosto de 2009

Hasta la ultima gota -cuento

Hasta la última gota

La realidad era tan dura, el vacío tan grande, su desesperanza tan presente y sus ilusiones irremediablemente perdidas que se le había ocurrido la idea de suicidarse. Pensó en sus hijos y desechó la ocurrencia.
Si no trabajaba no era por que no quería. No había trabajo. Escaseaba como el agua en el desierto. Lo que más deseaba era trabajar. Además contaba con una desventaja. No era viejo, para nada, aunque para el mercado laboral, se le había pasado el cuarto de hora.
Vivía con su mujer y dos hijos, pequeños, en el pequeño departamento de soltero, de un ambiente. El mismo, que en otros tiempos había adquirido para sus ratos de amor con quien era su novia. Luego vivió en ese mismo ambiente con su mujer, provisoriamente decían, hasta poder comprar algo más grande. Los hijos merecen un espacio cómodo, amplio y confortable. Pasaron más de diez años y seguían ahí. Ya no eran dos; cuatro personas habitaban en 30 metros cuadrados. El mayor ya tenía siete años, el chiquito, cuatro. Los años pasaban, y no pasaba nada.
De todos modos, aún no padecían hambre, pero Miguel se sentía un inútil. No estaba acostumbrado a no trabajar. Tenía una sólida formación, estudios universitarios completos, un hombre inteligente, creativo, y además, era un buen tipo, muy honesto y, paradójicamente, trabajador. Sin empleo se sentía un fracasado. La depresión lo superaba, la angustia lo desbordaba, el desamparo y la soledad, lo volteaban.
Era un verano caluroso, donde abundaba el sol abrasador, pero para él, hasta el cielo lloraba desconsoladamente.
En poco tiempo fue perdiendo los pocos pelos que le quedaban. El negro de sus escasos cabellos mutó en gris. Su rostro aniñado comenzó a apergaminarse. Su rostro sonriente extravió la sonrisa y se le empezó a fruncir el ceño. Su voz potente y varonil, sonaba gastada.
Un día llegó a sus manos un diario, viejo; por supuesto, no podía comprar el diario. Leyó un artículo, donde el periodista, horrorizado, criticaba ciertas prácticas ilegales, en las cuales la gente, para obtener algún dinero en efectivo, vendía su sangre. Se enteró que la sangre se cotizaba según los grupos y factores. El suyo, RH negativo, era el más caro. No abundaba demasiado.
Los que compraban el líquido vital, era una fundación, supuestamente solidaria, pero que había sido montada por una empresaria con el fin de blanquear dinero mal habido. Gente adinerada necesitaba buena sangre y no tenían ningún tapujo en pagar por ella. La Fundación hacía trabajo sucio. Además de un gran negocio: pagaba a uno lo que vendía a cuatro.
Miguel comenzó vendiendo medio litro. Con esos doscientos pesos, le alcanzaba para darle de comer a sus hijos por más de veinte días. Lo que faltaba para parar la olla, lo obtenía su esposa, tras doce horas de arduo trabajo diario. La salud de la señora se iba deteriorando y la despidieron. Así Miguel se hacía extracciones de un litro, que vendía a la “generosa” Fundación. Eso sí, el doble de sangre, no se la pagaban el doble. No resulta extraño, que con un litro no le alcanzara para vivir un mes. Dos litros, con eso le hubiese alcanzado para sobrevivir casi con “dignidad”. Permitió, un par de veces que le sacaran esa cantidad, pero se descompensó de tal manera que casi muere. La Fundación, dejó de interesarle la sangre de Miguel. Un tipo que se hace mala sangre no le interesa a nadie.
Tenía los ojos sin brillo, la mirada triste, unas ojeras incipientes, los párpados caídos, los pocos dientes que le quedaban, amarronados, la espalda encorvada, y la sangre mala.
En esos momentos no podía ni pagar la luz. Tuvo que hacer lo que siempre criticó, él decía que eran cosas de incultos, ventajeros, irrespetuosos o villeros: se enganchó al palo.
Como por inercia seguía buscando trabajo. Así en la TV de un bar se enteró que un importante personaje público estaba en un estado muy delicado de salud. Necesitaba un transplante de riñón. Miguel se dijo, si tengo dos, puedo negociar uno. Y vendió el suyo. Mejor dicho, mal vendió.
Los medios de comunicación difundían los vertiginosos avances de la ciencia en aplicaciones de salud, el bienestar que implicaba y el aumento de expectativa de vida. En esos últimos años se hacían intervenciones quirúrgicas impensadas una década atrás. Mancos que recibían manos de otros y que empleaban con suma naturalidad, eran casos que se veían a diario.
Miguel, que hacía años que no podía trabajar, y su mujer que se empleaba un promedio de 4 días por mes, seguían sin poder solventar los gastos de la familia. Eran tiempos en que el hambre era un indeseable invitado a la mesa de la familia.
Como tenía dos, Miguel decidió vender un ojo de su cara. “Total, por lo que hay para ver”, fue su reflexión.
Ya no recordaba el tiempo en que sentía lástima de sí mismo. Era una lástima que lo lastimaba. Estaba tan curtido que parecía haber perdido la sensibilidad.
Vendiendo la sangre, perdió su fuerza. Negociando uno de sus ojos, perdió visión. Al permitir que le corten la mano izquierda, perdió capacidad de trabajo. Vendiendo la lengua perdió el habla. Al negociar el otro ojo perdió la vista. Cuando vendió una sección de su médula y su riñón, perdió su entereza. Cuando para un experimento necesitaban glándulas sudoríparas, comerció las suyas, y con ellas, perdió hasta la última gota de sudor. Un día llegó el demonio y le quiso comprar el alma. Si aceptaba, perdía la promesa de la vida eterna.
Miguel estaba ostensiblemente deteriorado, era un espectro siniestro de lo que había sabido ser.
El demonio le propuso que si aceptaba el trato, sus hijos no tendrían que preocuparse por trabajar y que como consecuencia de este acuerdo ellos obtendrían dinero. Hacía sólo ocho años que había leído accidentalmente aquel fatídico artículo sangriento, y estaba llegando El Final.
Le garantizó que el pacto se cumpliría hasta el último día de la vida de sus hijos. El hombre agonizante, casi sin hálito, selló el pacto con el demonio: le vendió el alma al diablo, y segundos después dejó de respirar.
Sus hijos, sumidos en el dolor por la pérdida de su querido padre, que dio todo lo que pudo por ellos, también estaban en la más profunda de las miserias.
Mientras no habían terminado de secar sus lágrimas, un hombre oscuro, con sonrisa publicitaria, encendedor de oro y anillos de brillantes se acercó a darles su condolencia. Era un desconocido, que fingidamente lamentaba la muerte de Miguel, y que indagó a los dos muchachos, ya adolescentes: “ -¿Ustedes también tienen RH negativo?”.
Sin esperar respuesta agregó: “ Sé que no tienen trabajo, que la están pasando mal. Les pago veinte pesos por medio litro de sangre. Vamos a hacer grandes negocios juntos. Ustedes no tendrán que trabajar. Dejen todo en mis manos.”

1 comentario:

  1. A la mierda!!Fuerte, eh. Me gustó (y me deprimió un poquito tambien.Alguna vez pensé en hacer algunas "cosillas" que hizo Miguel)

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